Espíritu de contradicción

Delante de una fábrica en el polígono industrial de mi suburbio infecto, alguien ha montado una instalación reivindicativa. La instalación consiste en que alguien ha aparcado dos coches rojos viejos flanqueando la entrada de la fábrica, que es de una empresa de piezas de coche, y los ha cubierto (capó, puertas y cristales) con el mensaje «EL BARNIZ DE [MARCA] MATIZA Y NO LO GARANTIZA».

Cuando paso por delante, en mis paseos saludables en los que intento huir de la civilización, me gusta imaginar quién será la persona que hay detrás de esta peculiar protesta. Imagino los contactos que tendría que mover para conseguir esos dos coches viejos. Imagino a esa persona tarde por la noche, bajo la luz del flexo de su mesa de trabajo, como estoy yo ahora mismo, probando a rimar ‘barniz’ con ‘lombriz’, ‘matiz’ con ‘nariz’, ‘matiza’ con ‘longaniza’, hasta dar con el pareado perfecto para su eslogan reivindicativo. Cuánto dinero se gastaría en letras de vinilo con las que cubrir la carrocería de los coches. Si convencería a alguien para que condujese el otro coche, la noche en que por fin los aparcó, furtivamente, a las puertas de la fábrica.

La verdad es que dudo seriamente que mucha más gente se haya dado cuenta siquiera de que los coches protesta están ahí: es una calle donde no hay más que fábricas, camiones pasando a toda zumba y pocos peatones. Creo que precisamente por eso me enternece y hasta me conmueve verlos, porque son a la vez el fruto de lo que para una persona ha sido un ambicioso proyecto reivindicativo, y obscenamente irrelevantes para el resto de la humanidad.

Como supondréis, queridos lectores, más allá de enternecerme y conmoverme, la fútil protesta de un ciudadano anónimo me ha provocado otros pensamientos, o no estaría ahora escribiendo esta entrada. En mi paseo por el polígono el otro día pensé, no sin cierta envidia, que hacía mucho que yo no protestaba ni reivindicaba nada, implicándome hasta el punto de correr el riesgo de caer en lo ridículo, e intenté rememorar en qué momento me había vuelto una descreída sin ideales (sin exagerar).

En otros tiempos yo era más de defender sin tapujos causas nobles: desde niña recuerdo haber hecho posters para colgar en mi cuarto y haberme llenado las solapas de chapitas contra los toros, contra la LOCE, contra los zoos, contra Esperanza Aguirre; haberme forrado la carpeta con banderas republicanas, No a la guerra, Nunca Máis. Un año tuvimos en clase de biología un profesor de prácticas que nos puso un documental sobre el impacto social y medioambiental de la cría de langostinos en algunos países, y esas navidades puse en marcha una campaña anti-consumo de langostinos de criadero a nivel familiar. Al final todo quedó en que yo no quise comer langostinos durante la cena de nochevieja, para gran cachondeo de mi familia, que no entendió nada y todas las navidades desde entonces me lo sigue recordando. [Nota para esos familiares, que sé que están leyendo este blog: iba sobre esto mi incomprendida reivindicación adolescente].

Además de estar siempre dispuesta a romper una lanza por estas nobles causas, en mi adolescencia también hice algún tentativo de meterme en política. Creo que fue el mismo año que los langostinos cuando mi mejor amiga y yo intentamos unirnos a las juventudes comunistas de nuestro suburbio infecto. Digo intentamos, porque fuimos a una reunión donde éramos las únicas asistentes, además de los dos chicos que la organizaban. Creo que fue allí, en esa reunión, donde empezó realmente a materializarse mi desencanto. Sólo recuerdo que los chicos, que tenían ambiciosos planes de alcance mundial para sus ideas, nos contaron entusiasmados algo sobre que los medios de comunicación hacen lo que sea por alejar nuestra atención de las cosas importantes, y sólo nos ponen como gran noticia en los telediarios reportajes sobre «la patata más grande del mundo».

Mira que hará años de esa triste reunión, pero se me quedó grabado lo de la patata más grande del mundo. A mí todo aquello me pareció muy cierto y muy bien, pero realmente, ¿qué podíamos hacer nosotros, cuatro pelagatos en la casa de la juventud de un suburbio infecto, para salvar a la humanidad de la manipulación de los medios? ¿Qué podía hacer yo ante un langostino cocido, intocado en mi plato, para evitar la explotación laboral en el sureste asiático y la irremisible destrucción de los manglares? ¿Qué hacen dos coches cubiertos de pareados reivindicativos aparcados en un polígono industrial para salvar al consumidor inadvertido de que no hay garantías de que el barniz de su coche no vaya a perder lustre?

Desde entonces, y sobre todo desde que empecé la universidad, preferí ser más discreta defendiendo las cosas en las que creía, a veces dejando pasar la oportunidad de protestar por algo y decantarme en su lugar por esa pose de superioridad intelectual de pseudo-bohemios que tanto nos gusta vestir a algunos estudiantes de letras, sobre todo en los primeros años, y que en realidad no es más que un torpe mecanismo de autodefensa: total, protestar, para qué; si la gente es idiota. Líate otro porro y sigamos recitando a Rimbaud.

En los últimos años, sobre todo mientras hacía el doctorado, a esta actitud descreída se le sumó otro problema, porque uno de los efectos―buenos o malos, todavía no lo sé―de hacer un doctorado es que te hace dudar de absolutamente todo en lo que has creído hasta entonces (incluyendo tus propias capacidades intelectuales: ese efecto es malo). Pasar tantas horas leyendo y escribiendo sobre gente sesuda que ha dedicado su vida a cuestionar el orden mundial hace que, de pronto, muchas de las cosas que tenías por verdades absolutas ahora ya no lo parezcan tanto. Verdades que parecían inamovibles y eternas, y un día de pronto se desvanecen, como el bigote de José María Aznar.

Grandes y bellos temas que yo gustaba de defender a capa y espada, a veces en este blog, como la Tercera República, el feminismo, o que Pérez-Reverte es el anticristo, de pronto se llenan de matices y se hacen más espinosos; si los quieres abrazar sin reservas, siempre acaban por pincharte. Ahora la idea de que cambiando de bandera y forma de estado mágicamente resolveremos todos los problemas de España me parece una utopía. Me da pereza y grima el feminismo guay a lo Leticia Dolera. Sigo a Pérez Reverte en Twitter y ya ni siquiera insulta ni ofende, sólo sube vídeos de perretes.

¿Significa esto que he alcanzado los límites del descreimiento y la apatía, que a partir de ahora ya la realidad sólo va a disolverse, y yo con ella, en la inmensidad del despropósito existencial?

Quiero pensar que no. A pesar de todo lo anterior, yo quisiera vivir en una república donde todo el mundo se dijera feminista y donde Pérez Reverte fuese considerado un autor menor, y no la vanguardia de las letras españolas. Pero no creo ni que yo vaya a vivir para ver hacerse realidad estas cosas, ni que estas cosas vayan a transformar automáticamente el mundo en un lugar perfecto. Creo que es necesario un cierto nivel de descreimiento y de perspectiva a la hora de defender las cosas que nos importan, porque si no terminan por corromperse, y se vuelven abstractas e indefendibles, y nuestro defenderlas sin paliativos termina por ser como aparcar dos coches a la entrada de una fábrica: un acto inútil y algo patético. Supongo que amar con fervor una cosa, una idea o también a una persona implica siempre volverlas abstracciones, hasta cierto punto. Amar algo ciegamente, en la propia expresión está, nos impide verlo en toda su complejidad.

Entonces, ¿cómo se hace para seguir defendiendo una idea con fervor, pero siendo capaces de no perder la perspectiva; cómo hacemos para no despeñarnos por el abismo del descreimiento ni del fanatismo? Una de las cosas buenas que saqué del doctorado es que pude pasar tres años leyendo sin cesar a Leonardo Sciascia, que para quien no lo sepa es uno de los señores sobre los que trataba mi tesis, y cuya obra completa deberíais todos leer de inmediato e incorporar a vuestras vidas. Me gustaría compartiros una cita suya que habla precisamente de esto, y que es mi cita favorita de todas las que incluí en mi tesis de cientos de páginas, que ya es decir:

Mi actitud hacia la política es comparable con la de Unamuno hacia la religión cristiana. Unamuno no creía en la inmortalidad del alma, pero vivía como si creyera. En lo que a mí respecta, no creo que la política sea gran cosa, la considero más que nada una actividad mediocre reservada a gente mediocre [nótese que cuando dijo esto, Sciascia era diputado]. Creo que jamás se alcanzarán la perfección, la justicia o la libertad absoluta en materia de organización política y social, pero también creo que es necesario vivir y luchar como si estuviésemos convencidos de poder alcanzarlas. […] Soy consciente de que me mueve un cierto espíritu de contradicción, pero también sé que cualquier ser humano que ejercita una actividad intelectual está necesariamente movido por este espíritu. 

La verdad es que podría haber puesto esta cita sólo, y ahorrarme el resto, porque no hay más que decir. Pero es que también me gusta contaros cosas sobre mi vida privada, para sentirme importante. Así que ya lo sabéis, lectores. Está bien contradecirse, cambiar de idea, reconsiderar las cosas. Es una actividad necesaria, de hecho, para cualquiera que quiera reivindicar como es debido la causa que sea. El barniz de las ideas, con el tiempo se matiza, y nada nos garantiza su eternidad. Sólo tenemos que ser conscientes de este hecho irrevocable, y a la vez hacer como que no es cierto, sin volvernos demasiado majaras.

 

Y no compréis langostinos de criadero, joder.

Feliz navidad.

 

sdr

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