Preguntas frecuentes

Queridos lectores:

Sigo en el paro. El estado de inactividad absoluta que esto conlleva puede ser difícil de administrar para alguien que, como yo, ha pasado los últimos cinco años en una perpetua vorágine de eventos, trabajos, titulaciones universitarias, vida social y, en general, desenfrenado dadaísmo en esferas internacionales. Luego eso se acabó, y todo era divertido los meses después del doctorado, cuando volví a España y poco más o menos deposité mis maletas en casa de mis padres para volver a salir de viaje a destinos aleatorios. Sin plazos. Sin planes.

Pero la realidad nos termina por alcanzar a todos, queridos lectores, incluso a mí. Después de tanto mochileo y tanto sorber cocos en una playa en Cancún, la vida adulta me reclamaba. Ya os narré hace poco mis descorazonadores pinitos en el mundo del desempleo en España. Desde entonces la cosa no se ha puesto mucho más emocionante que digamos. Hay poco desenfreno y muchas mañanas de Infojobs y pijama – que nada tienen que ver con esas “noches de peli y mantita” que le gustan a tantos chatos de los que me salen en el Tinder. Por cierto, recordadme que otro día os aturda con mis observaciones sobre cómo Tinder y Linkedin a veces se me parecen tanto tanto, que los confundo.

El caso es que las primeras semanas logré mantener los ánimos a flote. Recibía el email diario de las nuevas ofertas de empleo con la ilusión de quien recibe una misiva de un querido amigo que te narra sus aventuras desde lejanas tierras de maravilla. Pero pronto ver todas las mañanas los listados de ofertas para puestos de limpiadora autónoma con coche propio y certificado de discapacidad del 33%, jornada sin especificar, sueldo no disponible, empezó a atragantárseme. Me abrí perfiles, me inscribí en ofertas. Me llamaron para un par de entrevistas. Traté con personas de recursos humanos a las que sentí el impulso de abofetear con una copia de mi CV, y me resistí.

Incluso me llegaron a ofrecer un trabajo como teleoperadora, turnos rotativos de lunes a domingo, plus de nocturnidad. Me ganaron los comentarios que encontré en internet de antiguos empleados de la empresa, sobre todo este: “Si realmente te valoras como ser humano, abstente de entrar en este lugar.” En un arrebato de amor propio, rechacé el trabajo. Lo sé, qué ocurrencia, estando España como está, la crisis, que os pensáis los jóvenes de ahora que os lo van a dar todo hecho. Es que a veces me cuesta vivir de acuerdo a las máximas judeocristianas por las que nos regimos en este país, eso de que hemos venido al mundo a sufrir y a aceptar con la cabeza gacha lo que nos venga. Además considero que ya he tenido muchos trabajos de mierda en mi vida, así de chula soy yo. Ya se me pasará.

«¿Y no te sale nada de lo tuyo?», me preguntan a menudo. ¿De lo mío? ¿Y qué es lo mío? No, hasta ahora no he encontrado ninguna oferta de empleo para el puesto de doctora en literatura comparada que ha renegado del mundo académico. Como ya he lamentado anteriormente, la sociedad rechaza a los que elegimos estudiar humanidades y nos negamos a aceptar nuestro destino de profesores de secundaria. Lo que significa, queridos lectores, que tendré que reciclarme. Volver a estudiar. Pero esta vez, algo que sea útil.

Para aprovechar el tiempo libre que me sobra cuando ya no se me ocurre qué más objetos de papel maché fabricar (el último fue una cabeza de unicornio para colgar de mi pared), me apunto a cursos, hasta que llegue septiembre y me pueda gastar 5000 euros en otro máster, pero este que incluya prácticas, no como el último. Hace un par de semanas fui a un curso muy surrealista de marketing y ventas para desempleados en el ayuntamiento del pueblo, que luego resultó ser un curso para emprendedores. Me encontré, entre otros alumnos de edad 45+ y nivel de histeria +1000, a mi vecino del cuarto, que tiene dos niños y que acaba de hacer reforma, y que se tuvo que ir a mitad de la sesión porque le dio lo que a mí me pareció totalmente un ataque de ansiedad.

El curso lo impartía un señor jubilado que debió de trabajar en marketing y publicidad allá por la época de Mad Men, porque nos dijo que la publicidad en internet no tiene futuro, que «internet tiene muchísimas páginas, y que los clientes encuentren justo la nuestra es como encontrar una aguja en un pajar”. Se despidió diciéndonos que para emprender teníamos que trabajar mucho, que la vida es todo un trabajar y trabajar constante y que quien no se esfuerza lo suficiente está condenado al fracaso, y que “el que no tiene tiempo es porque lo ha perdido en otra cosa”. Supongo que este señor nunca se pagó los estudios manteniendo dos trabajos a media jornada al mismo tiempo, pero me abstuve de preguntar.

Después de esta dudosa experiencia, me he decantado por los cursos online, que además encajan mejor dentro de la rutina de Infojobs y pijama. Resulta que Google ofrece chorrocientos cursos gratuitos de marketing digital y otras cosas útiles para la vida humana, y según me dicen por el pinganillo algunos hasta los valoran las empresas a la hora de darte trabajos reales en el mundo adulto real, de esos con sueldo y alta en la seguridad social, y cosas. Así que ahora me he hecho adicta y me los paso a machete pim pam pim pam, como niveles del Super Mario, como temporadas de Juego de Tronos una tarde de lluvia.

La verdad es que es una actividad muy satisfactoria. Los cursos están divididos en unidades cortitas con actividades interactivas para que evalúes lo que has aprendido al final de cada una, y amables personajes de dibujos coloreados en tonos pastel ilustran los ejemplos. Es sin duda mucho más satisfactorio que leer a Foucault. También es interesante el contenido en sí, aunque sólo sea para saber por qué Facebook cree que me van a interesar más anuncios de vestidos de novia y de test de embarazo que anuncios de coches todoterreno y relojes caros (aunque esto ya lo sabía: es porque soy una MUJER en edad fértil).

Sea como sea, el caso es que saber cómo promocionar tu negocio en internet es una cosa, en última instancia, útil; mientras que lo que yo me he dedicado a estudiar en la última década de mi vida es de una utilidad mucho más discutible. Y no puedo evitar preguntarme, ¿por qué no pude sentirme llevada a estudiar algo útil? ¿Por qué no me pudo gustar el marketing digital desde el principio, en vez de la literatura y los idiomas? Pienso en esa noche hace ya casi once años, en la que me quedé levantada hasta tarde rellenando la preinscripción para la universidad. Tenía buenas notas y había hecho el bachillerato de ciencias de la salud, podía pedir plaza en casi cualquier carrera. Podía incluso haber hecho medicina, pardiez.

Sin embargo el top 3 cuyo orden sorteé a cara o cruz (verídico) esa noche eran traducción e interpretación, filología hispánica, y periodismo. Y no era porque no nos hubieran machacado en el instituto con que teníamos que elegir algo que tuviera salidas. Pero salidas era lo que estábamos las chatas de mi clase en aquel entonces, con diecisiete años viviendo en  un suburbio tedioso, no una característica deseable en una hipotética carrera universitaria que se nos esbozaba incierta en el futuro. Ahora, desde la perspectiva que me ofrece mi madurez (risas), lo veo todo de otra manera. Ahora hubiera tomado otras decisiones.

Pero como sabiamente dicen los mexicanos, el hubiera no existe, y en realidad yo tampoco hubiera tomado otras decisiones, lectores, y vosotros lo sabéis. Me gusta quejarme pero sé que si hubiera estudiado medicina ahora sería una proctóloga amargada por no haber hecho un doctorado en literatura comparada, que cambiaría mi estetoscopio por pasarme una tarde entera intentando descifrar un capítulo de Foucault y cagándome en sus muertos porque no entiendo nada, que la bohemia irredenta en mí hubiera seguido pugnando por salir por un lado o por otro, sea haciendo cabezas de animales mitológicos de papel maché o escribiendo sonetos.

Lo que pasa es que me da rabia ser así, me molesta estar en este momento de incertidumbre en mi vida, en el que todo son preguntas y cuestionarme una y otra vez todas y cada una de mis decisiones vitales pasadas. Aunque yo sé que este prurito existencial no es sólo a mí a la que me aqueja. No sé si es una cosa de la edad o de los tiempos, pero hay ciertas cosas que muchos nos cuestionamos. En un descanso entre lección y lección de AdWords, recurro a las herramientas de mi nuevo maestro Google, que tiene todas las respuestas, para demostraros este punto – en parte inspirada por este bello proyecto que fusionaba arte y tecnología que por algún motivo dejó de existir (también disponible en español).

Bosquejo un interrogante, ¿para qué sirve..? y las sugerencias de búsqueda me devuelven:

para qué sirve un

Eccolo. El primero entre las cosas de utilidad cuestionable, ahí arriba con los osos y los bidés. No sólo me lo pregunto yo. O también:

que utilidad tienen

¡Las humanidades, más cuestionables que los fósiles! Dónde va a ir a parar esta sociedad.

Descubro que no sólo nos hacemos todos preguntas sobre la utilidad de las cosas, también sobre lo que un pasado diferente hubiera supuesto para nuestro presente y nuestro futuro:

que hubiera pasado si

Ver que la gente se pregunta por momentos decisivos de nuestra historia o de la de Dragon Ball hace que yo me avergüence un poco de preocuparme por nimiedades como qué hubiera pasado si hubiese estudiado otra carrera.

Y por supuesto, también hay apremiantes incógnitas sobre el futuro, sobre todo en lo que respecta a Cataluña y otros cuerpos celestes:

que pasaria si

 

Para concluir tanta tontería, os regalo una anécdota entrañable y literaria, queridos lectores, que así con calzador voy a hacer que tenga que ver con todo lo anterior. En una calle de Edimburgo, mi ex-ciudad, hay una placa en honor del escritor Robert Louis Stevenson. RLS era de Edimburgo y también estudió allí, antes de emigrar a las antípodas. Al parecer en sus años de estudiante iba mucho a un bar que había en esa calle, que ahora se ha convertido en un restaurante familiar de rollo pirata – pero enfrente hay otro donde yo he disfrutado de cargadísimos gintonics a 2,50 y de algunos de mis mejores momentos de estudiante. El texto de la placa es un fragmento de una carta que RLS escribió desde Samoa, años después de haber dejado Edimburgo, en la que rememora los días oscuros y fríos que pasó siendo estudiante y bebiendo en ese bar.

El maduro Stevenson recuerda lo perdido que se sentía en aquel entonces, como abandonado en una tempestad que se preguntaba si tal vez no acabaría en naufragio, cuestionándose si alguna vez llegaría a encontrar con quién compartir su vida, si algún día llegaría a escribir un libro. Y a la vez modestamente esperando que, a pesar de todo, las cosas salieran bien. Ahora desde Samoa Stevenson se sorprende del cambio que ha dado su vida, de cómo todos esos interrogantes ya han desaparecido, y exclama: ¿no sería maravilloso que alguien pusiera una placa en esa misma calle, relatando mi caso, para que los estudiantes que pasen por allí puedan leerla cuando estén desanimados? (Texto original aquí).

Muchas veces yo misma, saliendo del bar de los gintonics baratos o viniendo de otra parte, aproveché para mí o para otros ese bálsamo de palabras que RLS nos regala. Pero en mi opinión, lo más maravilloso del caso está en otro detalle. RLS no estaba destinado a ser escritor. Durante generaciones su familia se había dedicado a la construcción de faros, y se esperaba que él continuase la tradición. Después de matricularse en ingeniería y no hacer más que pellas, RLS decidió que su camino era la literatura, que más lejos no podía estar del camino de utilidad y servicio a la sociedad que su familia había trazado para él. Y no obstante, ¿qué es el mensaje de esa placa para nosotros, si no un faro que nos guía fuera del naufragio de la juventud, que nos da esperanza, que nos muestra el camino hacia la tierra firme (emocional)?

Pensar en el mensaje literario eterno de la placa de RLS desde este callejón existencial en el que yo misma me encuentro me llena de dicha de una forma que el marketing digital, lo siento mucho, nunca va a poder hacer. ¿Y si hay alguien más que también se encuentra así de mal, y no conoce la existencia de esa placa, y lee mi post, y le alegro el día? Inmediatamente me muero de ganas de escribir para contároslo. ¿Por qué soy así? ¿Por qué cojones tengo tantas ganas de escribir una entrada de blog en vez de terminar mi curso de AdWords Fundamentals? Furiosa conmigo misma, recurro a Google para hacerle esta misma pregunta. Y Google, en su infinita sabiduría, me sugiere, sin dejarme terminar, clara y cristalina la respuesta:

por qué cojones

Así que cierro la pestaña de los cursos y me entrego, el resto de la tarde, a la redacción de esta delirante y completamente inútil entrada de blog, lo que me proporciona un placer y una satisfacción inconmensurables. Por lo que mi moraleja de hoy para vosotros no es sobre cómo encontrar trabajo – que se ha demostrado que se me da fatal – sino sobre cómo sentirse mejor en los momentos de juventud inclementes como un callejón de Edimburgo en invierno. Haced como yo y reivindicad vuestros talentos inútiles, abrazad vuestro lado incontratable. Y leed literatura, canallas. Lo que tenga que ser de nosotros, será igual, y lo que llevemos irremediablemente en la sangre acabará por rebosarnos por un lado o por otro, como a RLS lo de constructor de faros. Así que dejémonos llevar en este naufragio. Total, por qué cojones no.

Te puede pasar a ti

El otro día leí esa carta que ha escrito desde la cárcel uno de los miembros de la tan tristemente célebre “manada”. Una carta donde, con hábil prosa, destapa la infame campaña de acoso y derribo a la que se ha sometido tanto a él y como a sus coleguis, y que remata con una advertencia hacia todos los que en estas últimas semanas han preferido simpatizar con la víctima enarbolando los eslóganes baratos del “no es no” o “no es abuso, es violación”. Te puede pasar a ti, nos dice. Y el día que nos pase, nos arrepentiremos de haberle dicho yo sí te creo a ella, y no a él.

Pero mi intención hoy, queridos lectores, no es comentar ni responder esa carta, ni contaros lo que pienso de la sentencia, ni del juez que ve jolgorio en los vídeos. Si os intriga mi opinión, cualquier día me invitáis a una cerveza y lo hablamos, que para algo sigo en el paro. Tampoco quisiera darle más razones a gente respetable como Javier Marías para tener que gastar su valioso tiempo en suspirar con nostalgia por el feminismo suave de otros tiempos, él siempre tan dispuesto a romper una lanza por los más desprotegidos a los que el pueblo tan a la ligera juzga y condena.

No os voy a explicar lo que opino yo ni por qué tenéis que estar de acuerdo conmigo porque, a diferencia de Javier Marías, yo no pienso que seáis gilipollas, y os creo más que capaces de informaros en múltiples medios, debatir con otros seres humanos, y formar por vosotros mismos una opinión sobre este y otros temas de actualidad. Es más, lo que quisiera hacer hoy es reiterar la advertencia que tan amablemente nos hace llegar el señor de “la manada” desde su celda. Porque, efectivamente, no debéis olvidar que esto también os puede pasar a vosotros.

Puede pasar no ya tanto lo de juntarse con los colegas, que la cosa se vaya liando, y sin querer violar a (abusar de, perdón) una chica borracha en un portal. No creo que eso le pase a la gente con tanta frecuencia, sinceramente. Lo que sí puede pasar es ser una chica borracha en una fiesta, que la cosa se vaya liando, y acabar violada (o abusada, según el nivel de jolgorio) en un portal por un grupo de amiguis. O ser una chica sobria e ídem. O ser una chica, e ídem. Estas últimas semanas me he dedicado a rememorar todas las veces que esto mismo o algo parecido podría haberme pasado a mí misma. Mi historial de riesgo de violación, lo podemos llamar. Resulta que me he puesto en peligro más a menudo de lo que recordaba.

Todas las veces que me he ido a casa con un tío al que acababa de conocer en un bar, en el tinder. Esa vez en las fiestas del pueblo en que mi mejor amiga y yo hicimos de jurado de un concurso de besos, y nos fuimos morreando por turnos con un montón de muchachos, delante de todo el mundo. Todas las veces que he ido de noche sola por la calle, con algún copazo de más, vestida de buscona. Cuando he viajado sola de mochilera y me he alojado en habitaciones mixtas. Lo pienso a toro pasado y exclamo: ¡qué descerebrada, me podría haber pasado cualquier cosa! ¡Qué suerte tuve, me salvé por los pelillos del culo!

Y no es porque no conociera ejemplos para estar prevenida. Antes de ser una inconsciente total, cuando todavía estaba en el instituto, en el parque que hay cerca de mi casa violaron entre varios a una chica de quince años, a la que se según la vox populi se encontró horas más tarde deambulando por ahí, beoda perdida, con las bragas en la mano. “Será guarra, lo iba pidiendo” comentaban algunos compañeros de clase a la hora del recreo. Yo pensaba con alivio: menos mal que soy gorda y fea y no bebo, si no imagínate que una noche me emborracho y mi juventud, belleza y descoque invitan a un grupo de machos a copular conmigo sin mi expreso consentimiento, y al resto de la sociedad a juzgarme por ello.

Una vez, en cambio, estuve muy cerca de no escapar con tanta suerte. Era mi 21 cumpleaños y había estado en el centro tomándome algo con los amigos. Volvía en tren ya tarde, cuando los vagones van casi vacíos y resulta un poco siniestro, y me fijé en que había un chico raruno que iba y venía por el tren y se quedaba mirando a la gente, y que me dio bastante mal rollo. Cuando bajé del tren, enseguida me di cuenta de que alguien me seguía, e instintivamente supe que era él. Recuerdo perfectamente el vestido, algo corto, que llevaba puesto, porque no me lo volví a poner jamás. Me alejé de la estación de tren desierta lo más rápido que pude, hacia una zona más transitada. El chico me iba pisando los talones. Yo sentía la mirada de toda la gente con la que me cruzaba fija en mí, como espantada, pero nadie hacía nada.

Me iba poniendo cada vez más nerviosa porque se acababa la calle principal y para llegar a mi casa tenía que desviarme por un camino más desangelado y mal iluminado, lleno de portales oscuros, sin testigos ni escapatoria. De pronto una voz masculina me increpó desde atrás, agarrándome el brazo, me dijo que me detuviera. Me congelé. Sin saber muy bien por qué, hice lo que me pedía. “¿Estás bien?” me preguntó, y yo me di cuenta, con inmenso alivio, de que no era el tío que me seguía. “Perdona si te he asustado, pero es que he visto que ese chico – señalando al que yo había visto en el tren, que había pasado de largo y ahora se alejaba calle adelante a toda prisa – te estaba siguiendo mientras se tocaba”. Casi sin aliento le agradecí su ayuda, y cuando ya me iba, me dijo: “¡Ten más cuidado!”

Ten más cuidado. Es curioso, pero esa simple frase me molestó mucho más que el hecho de que un tío me hubiera ido siguiendo por la calle respirándome en la nuca y manoseándose el paquete. ¿Por qué me pasaba esto? ¿Por qué siempre que un hombre me hacía algo desagradable, como cascarse una paja delante de mí y de mis amigas en un parque, gritarme obscenidades, tocarme el culo en un lugar concurrido o mirarme las tetas en lugar de la cara, sentía esta misma incomodidad, sentía que era yo la que había hecho algo malo? Había una batalla dentro de mí entre la parte que me consideraba una inconsciente por hacer ciertas cosas, por no tener cuidado, y la parte que defendía mi derecho a hacer lo que me salga del higo sin que nadie me haga daño, como ciudadana del siglo XXI que soy.

Era una sensación de no estar haciendo lo correcto que no sólo sentía cuando un hombre me hacía algún feo, sino que se repetía desde siempre, cada vez que me enfrentaba a una situación en la que yo era consciente de ser una mujer y no un hombre, y por lo tanto era consciente de tener que actuar de una determinada manera. Recuerdo claramente la primera vez que lo sentí, ese choque entre lo que yo intuía que debía hacer y lo que realmente quería hacer. Yo tenía cuatro o cinco años, y era carnaval. Mi clase de preescolar tenía que disfrazarse del cuento El flautista de Hamelín, es decir, teníamos que ir o de flautistas, o de ratas. No recuerdo que las profesoras nos dijeran específicamente que los niños tenían que ser flautistas y las niñas ratas, sólo que querían que hubiera más ratas que flautistas, por ser fieles a la proporción del cuento.

Sin embargo, en las semanas previas al carnaval quedó claro que si bien sólo unos pocos niños habían decidido ir de flautistas, el 100% de las niñas iban a ir de ratas. Y yo sentía un deseo ardiente de ir de flautista. O un deseo ardiente de no ser una rata, no estoy segura. Lo que sí recuerdo es que durante muchos días le di vueltas al tema, porque yo quería ir con mi flauta encabezando el desfile de carnaval, pero no quería que mis compañeros de clase se rieran de mí por ser la única niña flautista, por no hacer lo que se suponía que yo, siendo una niña, tenía que hacer.

Parece una trivialidad, lo sé, pero para la yo de cuatro años no lo era. Nadie me había dicho explícitamente que por ser una niña no pudiera ir de flautista. Pero era el mismo, exacto sentimiento de incomodidad, ya arraigado dentro de mí. Tampoco me había dicho nunca nadie explícitamente que por ser una mujer no pudiera volver sola en el último tren, ni liarme con un montón de tíos en las fiestas del pueblo, ni llevar cierto tipo de ropa, ni beber demasiado. Pero de alguna forma, yo sabía que era mejor no hacerlo. Es peligroso. Luego mira lo que pasa. Te puede pasar a ti.

Esa incomodidad me acompañó muchos años, royéndome por dentro. Y todo porque – os confieso aquí en primicia, con algo de vergüenza – yo antes no era feminista. O sea, sí lo era, pero no me daba cuenta. Lo creáis o no, yo hasta no hace tantos años era una de esas mujeres que dicen que no necesitan el feminismo, que no tienen nada que reivindicar el 8 de marzo. Incluso alguna vez, no estoy orgullosa, utilicé el calificativo feminazi de forma no irónica. Pero un día cualquiera me desperté y BOOM, ahí estaba, mi conciencia feminista. ¡Coño, resulta que siempre he sido feminista! Algo se activa dentro de ti y ya no hay vuelta atrás, como le pasaba a Thelma en la algo ñoña pero siempre entrañable película Thelma y Louise.

De pronto toda esa incomodidad y confusión se evaporan, y las sustituyen una furia, una mala hostia y un hartazgo de proporciones cósmicas. Lo que es bastante conveniente, porque estas son emociones mucho más fáciles de canalizar que la incomodidad y la confusión. De pronto están por todas partes, las pequeñas cosas que alimentaban esa incomodidad, escondidas en nuestro día a día. Una vez que las ves, ya no puedes dejar de verlas. Y lo que antes alimentaba tu incomodidad, ahora alimenta tu furia. También es un poco una faena tomar conciencia feminista porque de pronto hay un montón de clásicos de la literatura y el cine que dan mucho asco y no se pueden disfrutar igual, y hay que regañar a la familia constantemente, y ya no sólo cuando hacen chistes de moros y maricones.

Además, para ser feminista no basta con decir “soy feminista”, atarse una banda morada a la frente, ponerle al móvil una carcasa de GRL PWR y comprarse un póster de Frida Khalo. Es una lucha de todos los días contra los estereotipos de género a los que estamos expuestos desde la infancia, la violencia estructural contra las mujeres, la gente idiota que dice que “está bien ser feminista, pero sin pasarse”, Pablo Motos. Pero también lo es contra las cosas que se hacen y se dicen en nombre del feminismo y no lo son, a las que luego se aferran quienes dicen que el feminismo es una estupidez sin fundamento y una moda. Contra los medios de comunicación que constantemente tergiversan y simplifican todo. Contra lo que hay en nuestras propias cabezas desde siempre, todo eso que nos incomoda y no entendemos por qué.

Tener una conciencia feminista es sobre todo algo necesario, ahora y siempre, para todo ser humano, y quien lo niegue es porque no ha entendido todavía lo que es el feminismo (no será por falta de entretenidos contenidos multimedia que lo expliquen). Me encanta que últimamente se hable tanto de feminismo, aunque tantas veces se haga tan mal, porque me hace pensar que ya poco a poco vamos a ir despertando todos. Porque, ¿qué es ser feminista más que una forma más de ser una persona decente? Y al fin y al cabo, personas decentes sigue siendo de lo que más hay en el mundo, mujeres y hombres. Tan grande es mi fe en el triunfo del feminismo, que incluso creo firmemente que un día la conciencia feminista de Javier Marías va a despertar (y entonces podrá volver a hacer estas atrevidas declaraciones, pero sabiendo de lo que habla).

Hasta que llegue ese día, avisados quedáis. A mí me pasó. Un día despertó mi conciencia feminista. Y si me pasó a mí, para citar una vez más las acertadas palabras del señor de “la manada”, cualquier día también os puede pasar a vosotros.

 

Flautista

Claro que fui de flautista, ¿qué os pensabais?