El arte es morirte de frío

¿Lo habíais oído alguna vez, queridos lectores?

El arte es morirte de frío. Es un chiste. Hay que contarlo así:

Persona A: ¿Sabes qué es el arte?

Persona B: No, ¿qué es?

Persona A: Morirte de frío.

Escrito en realidad no tiene tanta gracia, pertenece más a la oralidad. Sobre todo si eres un pureta de la lengua, y tu estricto sentido de la ortografía dificulta que tu mente establezca la conexión entre ‘el arte’ y ‘helarte’.

Me disculparéis que os lo explique así, un poco como si fuéramos todos imbéciles. Es sólo porque de todas las veces que yo, que soy una mujer de humor rudimentario, he contado este chiste de apariencia tan poco complicada, jamás lo ha pillado nadie. Recuerdo una vez que se lo conté a mi profesor de piano ―probablemente para alejar su atención del hecho de que esa semana tampoco había estudiado nada―, y el hombre colapsó totalmente. «Pero ¿morirte de frío porque si eres artista eres muy pobre y, como el valor que nuestra sociedad otorga a toda actividad artística y cultural es poco o nulo, no tienes dinero para pagar la calefacción? Pues no le veo la gracia», me decía. Y yo: «no, porque el arte, el-arte, helarte, DEL VERBO HELARSE, MUCHO FRÍO, BRRR».

¿Qué hay más bochornoso que tener que explicar un chiste?

También se puede argumentar que cuesta entenderlo de puro malo que es, pero yo prefiero defender ―con el fin de dar pie a lo que os pretendo contar en esta entrada― que el problema está en que a la mayoría de la gente, ante la gran pregunta ¿qué es el arte?  se le activa en la mente un resorte que le hace esperar una respuesta igualmente grande. No entienden el chiste porque se lo toman demasiado en serio. No os puedo dar datos para respaldar esto que voy a decir, pero estoy segura de que se podría hacer un estudio estadístico que probara que la incapacidad de la gente para comprender este chiste es directamente proporcional a la seriedad con la que se tomen el mundo de las artes. Así, mi profesor de piano podría tener un 0,05% de probabilidad de pillarlo a la primera, mientras que, por ejemplo, un estudiante de segundo de ADE, un 80%.

El arte. Así, sin hache. Qué cosa magna y extraordinaria. Yo, que como los asiduos lectores de este marginal blog saben, adolezco de ciertas aspiraciones artísticas en los campos de las letras y del papel maché, tiendo a tomarme el arte bastante en serio. O eso creía. Porque hace poco, durante uno de mis frecuentes ejercicios de introspección, me di cuenta de forma reveladora de que a pesar de haber dedicado gran parte de mis estudios y de mi vida laboral a cosas más o menos relacionadas con el arte, la mayor parte de mi tiempo de ocio, en la última década, lo he pasado pensando en hombres que no me hacen caso, y/o bebiendo en parques, en diversas sucursales del 100 montaditos y en bares de viejos en Escocia.

¿No será por esto que me hacía gracia el chiste de morirse de frío? ¿Cómo es posible que alguien que pretende dárselas de alma artística haya perdido tanto tiempo en actividades tan mundanas como estas? Porque no nos engañemos, aunque muchas de estas horas de esparcimiento, además de en ensoñaciones melancólicas y en beber cerveza, las haya invertido en componer haikus, fingir que entiendo a Derrida, recitar poemas de Cernuda a gritos por la calle y emborronar servilletas con definiciones de lo Bueno, lo Bello y lo Absoluto, esto no tiene nada que ver con el Arte, sólo es fachada de bohemia pretenciosa. ¿Y todos los libros que no leí, todos los movimientos artísticos de los que no formé parte? ¿Y todas las exposiciones, conciertos y obras de teatro que me perdí por estar en un columpio de un parque fracasando nuevamente en mi intento de aprender a abrir una cerveza de chapa con un mechero?

Después de esta revelación, decidí emprender de inmediato un proceso de rehabilitación y mejora de mí misma. Abandonar el alcohol y la mera contemplación de las miserias que yo misma me inflijo, dejar de ser una bohemia de pega y convertirme en una persona culta de verdad, que aprovecha las oportunidades de enriquecerse intelectualmente que le ofrece la vida en una capital europea, que puede emitir juicios válidos sobre lo Bueno, lo Bello y lo Absoluto, que tiene una opinión informada sobre el debut musical de Rosalía.

Desde entonces me he aplicado mucho. Aprovechando los descuentos para gente pseudo-joven y desempleada como yo, he vuelto a varios museos que no visitaba desde la infancia, he ido a exposiciones temporales, he ido a conciertos. Hace un par de semanas fui al teatro a ver Luces de bohemia, que por si alguien no lo sabe está protagonizada por un artista que ―spoiler― se muere de frío por haber vendido su chaqueta (aunque también tienen algo de culpa el alcoholismo y las venéreas). Todo estaba yendo bien. Sentía que afloraban en mí pensamientos profundos, que se enriquecía mi vida interior ―pero no la flora intestinal, la otra vida interior, me refiero―. Hasta que el fin de semana pasado fui de nuevo al teatro, y todo se desmoronó.

No diré a qué teatro fui ni a ver qué obra, porque este marginal blog no quiere pleitos con nadie, pero sí diré que es un teatro de renombre y una obra que se ha anunciado en las marquesinas de los autobuses. También diré que se suponía que era una obra dramática sobre una tragedia real, lo que haría esperar un poco de seriedad al tratar el tema. De hecho el autor, que al parecer escribió esta cosa estando becado por el Ministerio de Cultura, se pregunta en una nota al texto: «¿hasta qué punto era legítimo usar –y, por tanto, manipular– la barbarie y el dolor ajeno como material de creación?» Pues tal vez debería habérselo preguntado un poco más fuerte, y escribir una obra sobre su gato en vez de esta.

Al principio de la representación, yo intenté tomármela en serio, porque es arte. Mantuve la seriedad cuando aparecieron los primeros personajes, vestidos con trajes de colores, y me fijé en que a todos les asomaba una minga de fieltro rosado relleno de algodón por la bragueta. La mantuve. Durante las siguientes dos horas, se desplegó ante mí una orgía de incongruencia teatral. Personajes con caretas que cada dos por tres rompían a bailar claqué y a cantar en inglés patatero canciones rollo Russian Red. Aparición estelar de una actriz conocida ―cuyo nombre no diremos, por respeto―, una actriz que fue chica Almodóvar, envuelta en un sayo fucsia y con una corona de letras de porexpán. La palabra ‘semen’, pronunciada unas cinco veces por minuto (nota para dramaturgos aspirantes: el abuso de palabras como ‘semen’ o ‘follar’ aportará visceralidad a vuestra escritura teatral). Las protagonistas, agonizando por octava vez mientras tocan el ukelele sentadas en tres lavadoras rosas en pleno centrifugado, a la sombra de un cactus de cartón de cuatro metros de altura.

Yo no estaba entendiendo nada. El chico sentado a nuestra izquierda se había quedado dormido. Mi acompañante intentaba sofocar sus carcajadas con la bufanda, y yo iba camino de tener que hacer lo mismo. ¿Por qué me daba risa esa obra de teatro, si era arte reivindicativo de denuncia social?

Pensé que tal vez yo no estaba a la altura de entender tan sofisticado producto cultural. Yo soy consciente de que, a pesar de haber cursado muchos años de educación superior y esas cosas que todos sabemos que en el fondo dan un poco igual, mi intelecto tiene un límite, y que una vez que llego a ese límite me es totalmente imposible ir más allá. Me pasó con las matemáticas, por ejemplo. Hasta cuarto de la ESO yo era buena en matemáticas, entendía las ecuaciones, despejaba equis a diestro y siniestro, toda la pesca. Pero llegué a primero de bachillerato, y de pronto nada tenía sentido, era incapaz de entender cómo mierda resolver una derivada. Teniendo la misma profesora, pasé de sacar sobresalientes a aprobar por los pelos.

¿Podía ser que me estuviera pasando lo mismo, que esta obra de teatro escapara a mi comprensión por ser demasiado compleja? Intenté analizar lo que veía desde lo que sé de las artes escénicas. Algunos fragmentos de diálogo se repetían incesantemente (incluyendo las menciones al semen), ¿sería acaso un homenaje al teatro de Beckett? A veces uno de los personajes con la poronga fuera interpelaba directamente al público, ¿estaría acaso rompiendo la cuarta pared para increparnos, exhortándonos a actuar para frenar en el mundo real los crímenes que la obra, desde la ficción, denunciaba? ¿Estaba viendo la puesta en escena de una de las cumbres de la dramaturgia de nuestro siglo, como la describen por ahí? Y si era así, ¿por qué me parecía una absoluta mierda y una falta de respeto?

Entonces comprendí, queridos lectores. Me di cuenta de que no entendía la obra porque me la estaba tomando demasiado en serio, cuando en realidad era un chiste malo.

Cuando terminó la obra, aplaudí hasta que me sangraron las manos ―que tampoco era difícil porque el día anterior me había clavado un destornillador en la palma montando muebles de IKEA― pero de todas formas aplaudí fuerte, porque al fin y al cabo los actores y los técnicos son gente que está trabajando, y yo a la gente cuando está trabajando la respeto.

Al salir del teatro decidimos que mejor no íbamos a ir a un bar a beber gin-tonics de color rosa al aroma de pepino y comentar la desgarrada crudeza de la obra, como seguramente iban a hacer los espectadores de más edad que poco a poco desalojaban el patio de butacas y que acababan de chuparse semejante truño pagando veinte euros. Yo escuché a una señora que le comentaba a otra en el baño: «pues al final me ha gustado, oye. Mira que al principio me ha costado entenderla, pero al final me ha gustado».

¿Qué es el arte?, volví a preguntarme mientras caminábamos hacia la Plaza del Dos de Mayo. Pues ni las cosas absurdas que hago yo, ni las obras que escribe este desvergonzado dramaturgo, lo que pasa es que a él le dan becas y subvenciones y a mí no, y eso me molesta.

¿Cuándo dejaré de ser tan quejica y tan decadente y me entregaré yo misma, ya que parece que tanto me importa, al arte?, me pregunté mientras comprábamos en un chino una lata de 7up y una mini botellita de Bombay Sapphire. Pues no tengo ni idea, la verdad. Por debajo de la chaqueta, cargamos las latas con un chorrito de ginebra y nos apoyamos contra la valla del parque infantil a bebérnoslas, ante la mirada indiferente de los municipales que patrullaban en la noche. Cada vez que pasaba un grupo de mozos gallardos, decíamos un poco alto «¡parece que se han dejado la puerta abierta, se están escapando todos los guapos!».

Cuánta desfachatez. Los mismos vicios de siempre. El mismo despojo de persona, aún tan lejos de desentrañar la verdad de lo Bello, lo Bueno y lo Absoluto. Se me hubiera puesto delante en ese momento Rosalía y no hubiera sabido si insultarla o besarle los pies. Pero qué le vamos a hacer, si una intenta ser culta y elegante, y no le dejan. Parece que pega fuerte este 7up. Es refresco nada más, agente, se lo juro; échese un buchito si quiere. Ya casi es medianoche y hace un poco de frío, pero tampoco es para morirse. Menos mal que hemos traído chaqueta.

Un comentario en “El arte es morirte de frío

  1. El arte es saber que al desvergonzado dramaturgo le becarán una vez y otra, and so on, hasta el esperado y desesperado final en que a ningún artista joven -o artistita, que suena mucho mejor-
    se le subvencione porque el bienestar del Estado ha triunfado. Y entonces todos le daremos al gintoni, quizá con esa moza de la mano clavá que se apoya en la valla, y deambularemos por el Madrid bohemio llamando cráneos previlegiados a todos esos modernos compositores de alejandrinos y rosalinos que aclaman la libertad de el arte

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