Todo está en la mente

Desde que hace unos meses publiqué una entrada sobre un señor excéntrico que visitaba de vez en cuando la tienda en la que trabajaba de voluntaria, varias personas (varias, querido lector hipotético, varias; ¡no estás solo!) me han sugerido que escriba más sobre los personajes que, como si tuviese un imán para lo estrafalario, parezco atraer hacia mí. Cuando empecé a trabajar unas horas a la semana como voluntaria en una tienda de segunda mano el año pasado, entraron a formar parte de mi vida personas como el señor de la gabardina, con su bolsa sin fondo de conocimientos sobre música, historia y mantequilla; o Mandy, que todos los lunes venía buscando el DVD de Grease y que, aunque una vez lo teníamos y lo compró, lo siguió buscando todos los lunes siguientes. Ahora que trabajo en una tienda diferente, lamento comunicar que al señor de la gabardina no lo he vuelto a ver, y que aunque Mandy se ha pasado alguna vez por mis nuevos dominios, nunca ha preguntado por Grease.

No obstante, el pasar más tiempo que antes en la tienda y ser ahora a la que siempre le toca ir a aguantar el tipo cuando alguien dice “quiero hablar con la encargada” quiere decir que las oportunidades de encontrarme con gente estrafalaria también aumentan exponencialmente. Por si fuera poco, mi tienda está situada en una calle muy céntrica, entre un puesto de kebabs, un centro de crisis para drogadictos y la iglesia de la Cienciología. Desde la ventana puedo ver una plaza que, según mis cálculos nada científicos, es en la que hay más yonquis por metro cuadrado de la ciudad. Ante mi escaparate un equipo médico ha intentado despertar sin éxito a un indigente, gente turbia se ha pasado todo tipo de drogas a cualquier hora del día, el segurata de Pound Stretchers ha placado a un ratero contra el asfalto, y los Hare Krishnas han entonado sus cánticos durante horas con los brazos elevados hacia el cielo. Que trabajo en un vórtice de surrealismo, vaya.

Ahora que ya llevo unos meses trabajando aquí, estoy lo suficientemente familiarizada con algunos de los clientes habituales como para poder, querido lector, presentártelos como es debido. El más habitual, aunque realmente no se le puede calificar de cliente porque rara vez compra nada aparte de algún VHS de 10 céntimos, es Max. No sé de qué vive Max, sólo que dice que es médium, que viene a la tienda al menos tres veces por semana, y que por alguna razón que escapa a mi comprensión pero que es norma desde antes de que me incorporase a la plantilla, se le permite pasar a la trastienda, dejar sus cosas, hacerse un té, y pasar todo el día instalado ahí, observándonos con sus ojillos levemente estrábicos. Por supuesto todo esto también implica que Max nos cuenta su vida, o más bien me la cuenta a mí, que soy la única que todavía no ha tenido el gusto de oír el relato entero miles de veces.

Max es una mina de oro surrealista. Es imposible seguirle el hilo mucho rato, porque está completamente tarado, pero con paciencia se pueden pescar algunas historias interesantes en su monólogo lunático. Max me dice siempre que todo está en la mente, y que podemos cambiar la realidad a nuestro antojo si sabemos usar como es debido el poder de nuestra psique. Cuando me dice que el mundo exterior no es más que una proyección mental de nuestros deseos, tengo la impresión de que Max no es más que un lector de Lacan pasado de rosca, pero enseguida se me va por los derroteros y me cuenta que cuando su gato murió, mientras él le sostenía la cabeza en sus instantes finales, le miró a los ojos y le siguió al más allá. Además de ser brevemente un gato agonizante, Max también estuvo dentro de una gaviota en el momento en el que la atropellaba un autobús, aunque luego volvió a su cuerpo a tiempo para poner a salvo a la misma gaviota, apartándola al arcén de la carretera. Aunque Max es un experto en controlar la realidad por medio de su mente – tan experto que por eso, me dice, yo no soy capaz de seguirle la conversación la mayoría de las veces –, al parecer al que de verdad se le daban bien estas cosas era al difunto Freddie Mercury.

Max vive fuera de Edimburgo, no he querido preguntarle dónde, pero sé que viene en tren todas las mañanas exclusivamente para darnos la murga y para pasearse por otras tiendas haciendo recados. La mayoría de sus “recados” consisten en imprimir en grande y a color fotogramas de películas, la mayoría de James Bond, en los que él encuentra algún significado oculto (pero por algún motivo sólo en las de Daniel Craig). Max sabe que le siguen, y que hay gente ahí afuera que de vez en cuando manda a sus esbirros a la tienda para espiarle. Como contraataque, Max coloca, cuando no nos damos cuenta, alguna de las imágenes que imprime en uno de los marcos vacíos del escaparate, para así, me dice, mandar mensajes a sus enemigos en el exterior. El otro día me encontré por cuarta vez en dos semanas la misma imagen en el escaparate, y por cuarta vez la descolgué. Pero esta vez, en vez de tirarla, decidí llevármela a casa para poner en práctica mis artes investigativas de doctoranda y saber qué mierda era realmente lo que Max pone en nuestro escaparate.

En la imagen aparece una pitonisa vestida de lentejuelas con mirada maligna, que sostiene en la mano una carta del tarot (el loco; muy apropiado). Cubriendo toda la imagen hay un texto en letras rojas que a ratos se confunde con las ropas de la pitonisa, pero que con dedicación se puede descifrar, y dice algo sobre un anillo y una cita entre dos amantes. Y aquí viene lo bueno: he encontrado que el texto es un fragmento de The Wake World, escrito por el ocultista, maestro de lo esotérico y fundador de la religión de Thelema, Aleister Crowley. Al parecer en este texto, el autor, que tuvo una vida fascinante en la que voces en su mente le dictaban libros satánicos, describía su relación con Lucifer como la de una enamorada con su príncipe. A modo de sinopsis os diré que en The Wake World Lucifer le pide matrimonio a su amada (Crowley) regalándole un anillo con el número 666 grabado, y le dice que cuando estén lejos el uno de la otra, lo único que tiene que hacer para llamarle es recitar una “invocación al anillo”, que es el texto que aparece en la imagen que Max puso en nuestro escaparate. Luego Lucifer la lleva a una fiesta donde comen bebés asados rellenos de aceitunas, entre otras lindezas. (Quien crea que todo esto me lo invento, está sacado de aquí).

En resumen, que hay un señor que viene a mi tienda tres veces por semana e invoca al demonio a través de carteles que cuelga en el escaparate. Tras esta revelación, me siento todavía un poco más incómoda cuando después de hacerse una taza de té Max se me queda mirando fijamente desde un rincón de la trastienda, lamiendo la miel de la cucharilla. Además, sospecho que he hecho mal en escuchar sus historias con tanta atención, porque me ha dicho Pequeño Billy que los días que no estoy pregunta por mí y por cuándo voy a venir. Pequeño Billy es uno de los voluntarios de la tienda al que le divierten sobremanera mis interacciones con Max. A pesar de tener cerca de cincuenta años, Pequeño Billy mide metro  cuarenta y tiene cara de niño, de ahí su apodo. Siempre lleva camisetas de Guns and Roses y unas botas militares con agujeros que intenta disimular pintándolos con un marcador indeleble. Le gusta ponerse cosas en la cabeza, ya sean sombreros, diademas, o un sujetador extra grande y, aunque sólo entiendo el 20% de lo que me cuenta, es una de las personas más tiernas que conozco. Pequeño Billy insiste en que un día me voy a acabar casando con Max, porque está enamorado de mí, pero yo creo que es más probable que termine siendo la víctima de un sacrificio humano de la secta thelemita. Así que si un día desaparezco en extrañas circunstancias, querido lector, por favor háblale de todo esto a la policía.

Otro habitual, y que sí que es cliente, es Arran. Arran es un abuelo que siempre va vestido con una zamarra militar encima de una camiseta con el león rampante escocés. Arran tiene tierras y ovejas de las que se encarga todas las mañanas antes de venir a Edimburgo a tomarse su Mega Scottish Breakfast en una cafetería de la zona, y después patrulla todas las charity shops de nuestra calle a la caza de objetos militares. Cualquier cosa sirve: banderines, condecoraciones, calendarios de aviones, libros sobre tanques, cuadros con paracaidistas, pistolas de juguete, soldaditos de plástico. Cuando no tenemos nada para él, de todas formas se queda a contarme anécdotas variadas, como cuando aquella vez viajó durante meses de mochilero por España, o de cómo el duque de Wellington inventó las katiuskas y por eso en inglés se llaman wellies. Si tengo suerte cuando se va me regala una tableta de chocolate, sobre la que Pequeño Billy y yo caemos como buitres y liquidamos en diez minutos.

Las primeras veces que Arran vino a la tienda yo pensé que era un señor respetable, y que sólo quería alguien que escuchase sus batallitas, como una nieta adoptiva. Me equivocaba. Según fue cogiendo confianza se fue poniendo más y más verde, y ahora las anécdotas que empiezan de forma inocente siempre terminan en algún detalle picantón sobre las novias de su juventud. A veces me señala un bañador y me dice que si me lo puedo probar y desfilar para él, o me sugiere que para atraer clientes me ponga en el escaparate a bailar en tanga. Yo le mando a la mierda todas las veces, pero no le importa y sólo se ríe muy fuerte mostrándome sus encías negras casi sin dientes, hasta que se queda sin aire y se va de la tienda renqueando. En eso consiste la filosofía del viejo verde: en poder decir lo que te dé la gana porque ya no tienes nada que perder.

Ian también es habitual, pero no es cliente. Es mi adulador más devoto. Es otro abuelito que va vestido siempre como un cowboy pero sin sombrero, con el pelo engominado formando un caracolillo perfecto sobre la frente, frondosas patillas y gafas de pasta. Ian permanece un tiempo medio de 30 segundos en la tienda cada vez que viene, que pasa íntegramente alabando en voz muy alta mi belleza, mi simpatía, mi sonrisa y mi indumentaria. Si ese día hace mal tiempo me aconseja que tenga cuidado, porque una flor delicada como yo será irremediablemente arrastrada por el viento de llegar a aventurarse fuera de la tienda. También exclama lo afortunado que es mi marido, que no puede concebir que un ser tan maravilloso como yo no tenga, por lo que no le saco de su error.

Otro habitual, aunque yo sólo le he visto dos veces, es el señor que canta. Cada vez que viene se deja unas treinta libras en los objetos más kitsch y espantosos imaginables, que a los precios de ganga a los que está todo en la tienda significa que se lleva dos o tres bolsas llenas de flamencas de plástico y dedales conmemorativos de la boda de Lady Di. No dice nada mientras te señala los ositos de peluche que quiere que le saques del escaparate, pero después de pagar se pone muy solemne y anuncia “como aquí siempre me tratáis muy bien, además de estos objetos que acabo de comprar, quiero hacer una pequeña donación extra *echa diez peniques en el bote*, y ahora os voy a cantar una canción”. Y se arranca a cantar, pero a cantar muy alto, y según se va acabando la canción va retrocediendo hacia la puerta, y dice (siempre cantando) “esta canción te la dedico a ti, a tu ayudante, y a los voluntarios en la trastienda”, mientras nos señala uno por uno con el dedo y hace coincidir las últimas notas con la puerta cerrándose tras él.

Me estoy dando cuenta de que este post ya es considerablemente largo y que podría seguir durante horas. Aún no he hablado del señor milenario que viene con su kilt y su andador siempre que le dejan salir del hospital, compra una maleta grande y todo lo que quepa dentro y me cuenta cómo después de divorciarse en los sesenta se fue a Marruecos y despilfarró todo el dinero que le había sacado el abogado a su ex mujer. No he hablado de los yonquis chungos con love y hate tatuado en los nudillos que a pesar de que no deben saber ni dónde están son extremadamente educados y siempre echan dinero en el bote; ni de los yonquis chungos con tatuajes en la cara que vacían una lata de cerveza en el suelo para distraerme mientras roban una gorra. Ni tampoco del señor que no se ha lavado en años, que lleva un abrigo de visón, un foulard rosa y un bolso de Vuitton falso, y que siempre compra cuadros enormes pero me pide que se los guarde para otro día que venga con “un hombre fornido que le ayude a cargarlos”. Podría seguir, pero en su lugar cerraré con una anécdota que, a mi modo de ver, puede hacer de parábola de en lo que se ha convertido mi día a día:

Un domingo cualquiera un yonqui no habitual, que había estado un rato rebuscando entre los DVDs, se acercó por fin a la caja con el que había elegido. Los DVDs los guardamos debajo de la caja en sobres numerados y fuera sólo tenemos la carátula, que lleva en una pegatina el número que se corresponde con el sobre donde está el DVD en cuestión. Ahora, muy a menudo a Pequeño Billy, que es quien se encarga normalmente de numerar los DVDs, se le va el santo al cielo y los guarda en el sobre que no es, y eso había pasado esta vez: en el sobre número 50 había una película diferente a la que el señor quería comprar. Empecé a disculparme, pero estaba desolado, llevaba meses queriendo ver esa película. Como no dejaba de hablar y no hacía por irse, me puse a buscar entre todos los sobres (cerca de 200), pero no había manera de encontrar el DVD.

“Espera que voy a llamar a mi amigo. No me gusta molestarle para estas cosas, pero seguro que él sabe dónde está”, me dijo entonces el yonqui, saliendo por la puerta. Yo ya estaba a punto de guardar los DVDs cuando, unos treinta segundos más tarde volvió a entrar, hablando por el móvil “Sí, soy yo, que es que no lo encontramos, por si tú sabías qué número es. ¿18 o 118, dices?” dijo, haciéndome una seña para que buscase entre los DVDs. Yo, que a estas alturas ya he visto de todo, sé que siempre es mejor seguirles la corriente, así que me puse a mirar los sobres otra vez mientras el yonqui le preguntaba a su amigo que qué tal estaba su madre. Y de pronto ahí estaba, en el número 118, que yo juraría que ya había mirado. “¿Es ese?” preguntó él, a lo que yo, en mi estupor, sólo pude asentir torpemente con la cabeza. “Era ese; gracias tío, te quiero”, se despidió al teléfono. Mientras le cobraba recuperé el don del habla y a duras penas logré preguntarle que cómo mierda sabía su amigo qué número era el DVD. Él me explicó algo que no entendí muy bien sobre cómo su amigo tenía un don con los números y que una vez había ganado no sé cuántas miles de libras en la quiniela, y se marchó tan contento con su DVD.

Ahora, querido lector, te presento las dos soluciones que yo he ponderado para este misterio: la primera es creer que el yonqui cambió las pegatinas de los DVDs intencionadamente y que al 118 le puso el número 50, después interpretó el papel de cliente desolado por no poder comprar su película de dos libras, y a continuación hizo una llamada falsa a un amigo con supuestos poderes psíquicos que adivinó el número correcto. El problema de aceptar esta solución es que hay que encontrar un motivo por el que alguien se vaya a molestar en preparar semejante escenita, y también un motivo para que las dotes interpretativas de ese señor aún no hayan sido descubiertas por ningún cazatalentos. La segunda opción es creer que el yonqui tiene realmente un amigo con poderes psíquicos, manifestación de los cuales yo presencié en mi tienda. El problema de aceptar esta solución es que deja serias dudas sobre mi equilibrio mental.

A pesar de todo debo confesar que, por esta vez, yo elijo aceptar la segunda solución; porque no sé a ti, querido lector, pero a mí es que simplemente me gusta mucho más. Igual que también me gusta mucho más el retrato tan extenso y poético de todos los clientes habituales de mi tienda que he presentado en este post que el tener que aguantarles en persona todos los días. Pero también es cierto que tratar con esta gente a diario me da una nueva perspectiva de la realidad que hace que sea más fácil aceptar cosas increíbles, como que un señor invoque al demonio a través de un cartel en el escaparate, que un abuelo me cante una canción o que un DVD perdido reaparezca por obra y gracia de los poderes mentales del amigo de un drogadicto. La realidad es mucho más elástica de lo que parece: las cosas que son verdad y mentira no son más que una cuestión de perspectiva, una cuestión de creer o no creer. La elección, querido lector, es tuya. Si ya lo dice Max: todo está en la mente. Sólo ten cuidado de no dar mucho de sí la goma.